miércoles, 6 de abril de 2011

REYES, PRINCIPES, PRINCESAS Y REINAS


Hemos conocido muchas maneras de desempeño maternal y paternal, desde aquellos lejanos tiempos cuando los hijos eran sólo fuente de abastecimiento para el sostén de la familia, hasta las más liberales maneras de expresión de la relación entre padres e hijos. En los primeros casos, decir familia es bastante, porque en aquellos tiempos ese concepto estaba muy lejos de ser lo que en realidad eso significa.

Aunque podemos hacer un recuento histórico, en el cual podemos encontrar una diversidad de expresiones familiares, hoy, en estos inicios del siglo XXI, no se asombre nadie de que coexisten casi todas las formas de relacionarse con los hijos, desde las más primitivas y con ello quiero decir, las más rústicas no fundamentadas en el amor, hasta las más sensibles y extremas formas de criar infantes.

Para sólo referirme a Venezuela, en los inicios del siglo XX, la familia estaba regida por el dictamen del padre, y con ello quiero decir, bajo la dictadura del padre, sólo recréense en la poca o mucha información que tengan de la dictadura gomecista.

En aquellos tiempos agrícolas, el mundo se veía como un escenario de trabajo y de supervivencia, los hijos varones eran más apreciados por ser mano de obra segura, y las hembras, -a menos que fueran de familias adineradas, en cuyo caso eran simples emblemas de feminidad callada que se prometía a futuros consortes-, eran maltratadas, explotadas y sacadas de casa lo antes posible, bien sea por la vía matrimonial, se fugaran o se convirtieran en serviles seres sin ningún derecho humano.

En la realidad venezolana prevaleció una familia extendida que se fue reduciendo por el efecto de una nueva economía, la explotación del petróleo.

El carácter de la familia, y dependiendo de la región, lo podemos reseñar con ciertas diferencias, por ejemplo la familia andina con mucha rigidez y hasta con sistemas que rayaban en la brutalidad, detrás de lo cual se ocultaba un deseo de obtener en los hijos, personas responsables y prósperas. Con los adelantos legales de hoy, cualquier padre andino de aquellos tiempos hubiera tenido serios problemas debido al maltrato físico y psicológico que hacían a su hijos. 

Este comportamiento agresivo también se produjo en otras regiones, familias integradas por personas básicas, brutales, sin un propósito de vida; sin embargo, las familias no andinas podían manifestar cierta elasticidad, mejor humor, y a veces descuido en el cuidado de sus descendientes.

La familia experimentó un cambio en rutinas, valores y escala de poder, en una sociedad que estaba aprendiendo a vivir en los  centro urbanos.

La incorporación a la vida laboral y a la educación, -y con toda la diversidad cultural que hemos experimentado como sociedad-, fue produciendo profesionales de carreras universitarias, y ya para los años 60, Venezuela se apunta un salto con el mundo, en la incorporación de nuevas formas de vida y nuevos enfoques para reglamentar las relaciones familiares. 

El rigor de la primera mitad del siglo XX, durante el cual se decía: “niño no es gente” es cuestionado, y desde muy lejos nos llegaban informaciones sobre la manera de asumir la paternidad, los hijos son personas pequeñas, pero personas. Se produjo un nuevo modelo de padre, ¡perdón! de madre, porque el padre, que había sido un patriarca, se fue esfumando en un proceso irresponsable, dejando sola a la mujer a cargo de hijos, que llegaron sin planificación, o al menos sin acuerdo mutuo.

Es una etapa de transición hacia un modelo liberal, hacia una apertura moderna. Los hijos se tratan con libertad y respeto, se les da el reconocimiento de persona, se liberan los rigores y el maltrato físico, aunque con los traumas de un pasado no resuelto. Con base en ensayos y errores, la familia va adoptando nuevas dinámicas en sus funciones.

Mientras esto ocurre en la ciudad, en los cinturones de miseria urbana, en los sectores de extrema miseria, la familia desaparece, se difumina; las condiciones de pobreza, el hacinamiento, y los mecanismos de supervivencia se confabulan para crear nuevas relaciones parentales; la mujer se convierte en madre prematuramente, sus hijos son consecuencia de un modo de vida y no de un proyecto familiar, el padre se hace invisible, y una secuencia de hombres desfilan ante la mujer dejándola llena de hijos abandonados. La peor parte la lleva la niña que es pasto de abusos de la pareja de turno de su madre y esa cadena de miseria se extiende.

En una ocasión, cuando hacía un trabajo con el CENDES-UCV, cuando se hizo un gran proyecto llamado EL ESTUDIO DE CARACAS, en los años 60, me tocó entrevistar a una “familia”, integrada por una señora, su hijo-pareja, y su hijo-nieto. En mis virginales oídos de 18 años no cabía tal horror, tuve que repreguntarle porque no entendía nada, la señora que dijo tener 35 años y que parecía tener 50, argumentaba con un dramático pragmatismo, que ella tenía lo que cualquier mujer le podría dar a su hijo, y que no iba a perder a su hijo para que lo disfrutara otra, después de haberlo criado con tanto sacrificio.

Horrorizada, tomé nota de aquella entrevista, que nunca olvidé; ese día aprendí lo que todo científico social debe saber: a dominar cualquier reacción sentimental, emocional y hasta racional ante una realidad que nos produce estupor.  El cine venezolano de los años 70 abunda en este tema, en el cual destaca la incidencia del incesto, la pedofilia, y la incorporación de la niñez a la genitalidad, en un marco social donde el lazo familiar no tiene el sentido de unión y protección que supone  en el resto de la sociedad. 

De allí y atendiendo a otras variables socioeconómicas, estos sectores fueron denominados como población marginal, lo cual era bastante chocante para los sociólogos y antropólogos, que veían en ello una consecuencia de la misma dinámica de la sociedad que no los reconocía como propios. 

Mientras, la familia de clase media da un vuelco hacia un tratamiento filial marcado por madres que trabajan fuera del hogar, asistidos por empleadas domésticas o cuidadoras que no son de la familia, el consumo de bienes y servicios y el empoderamiento  de un espacio propio, para una generación de adolescentes que asumen la vida con profundas influencias externas a través de la televisión y el disfrute de juegos de consola, la antesala de Internet.   

En la segunda mitad del siglo XX, la manera de educar y de formar a los hijos hizo sentir que la comunicación asertiva tenía un papel relevante, precisamente por su ausencia. Los padres no estaban preparados para asumir una responsabilidad tan compleja; de allí se dieron a conocer las terapias familiares, la consulta al psicólogo, al astrólogo.

En términos generales pasamos de una familia patriarcal a una liberal, en muchos casos a resultas del divorcio, o dirigidas por la madre. De hijos reprimidos y marcados por la voluntad paterna, en la cual habían exigencias y responsabilidades desde la infancia, pasamos a hijos a quienes se les consultaba su opinión.

Esta manera de proceder produjo no pocos conflictos, especialmente porque condujeron al otro extremo, los padres perdieron un tanto su autoridad y reconocimiento. Se perdió el respeto por la sabiduría de los ancianos, la modernidad parecía poner en manos de los jóvenes una información suficiente como para opacar la voz de la experiencia, la cual no parecía tener importancia dados los cambios de la vida social, donde se hicieron caducos, además por la falta de un sentido profundo de la existencia. 

Hoy, aún con la diversidad que suponen las diferencias  por los estratos sociales, el acceso a los medios de información digital, el acceso a la educación, la capacidad de juicio propio, y a que éstas mis observaciones, son sólo apreciaciones directas que he podido realizar, intuyo que se está gestando una nueva manera de percibir y tratar a los infantes, tal vez no sea un fenómeno extendido, pero se aprecia que las madres y padres de hoy, han transformado la protección a sus hijos en adoración, lo cual se traduce en un nivel de consentimiento mayor, una especie de encunamiento  que se extiende hasta muy avanzada edad, aunque se vean de frente con los defectos que tal educación implica, y que de vez en cuando le atribuyan las culpas a los hijos.

Es notable el festejo exacerbado y la adoración desmedida a los bebés de ahora; los denominan reyes, princesas, príncipes y reinas, en lo cual parece que les atribuyen cierta condición divina, a la vez que un reconocimiento notable de su vulnerabilidad.

Después de establecida la generación de los hijos de la televisión, inevitable  habitante del hogar, se está construyendo una especie de idolatría filial que bien podría ser estudiada en profundidad. ¿Qué esconde tal comportamiento?

Quisiera equivocarme, pero este trato con exceso de mimos, puede conducir a personas inseguras, débiles, blanditas, inmaduras, carentes de referencias propias, incapaces de discernir. 

El ser humano lleno de imperfecciones da tumbos de un extremo y otro,  al parecer necesita explorar los polos opuestos, para darse cuenta de los errores después del daño cometido.

Hoy lo que realmente necesitamos es reconocer que todos somos vulnerables de alguna manera, todos somos personas, y todos podemos crear una forma asertiva de tratarnos, simplemente como personas normales, con un trato adecuado para cada edad, sin tener que descalificar a los adultos a cambio de tratos especiales para los menores, sin tener que dañar la infancia otorgándoles cargos monárquicos que no corresponden. Los lazos de parentesco se disipan y ahora los menores de la familia son Magestades a quienes hay que rendirles pleitesía.  Me pregunto: ¿cómo será el reinado de estos nuevos e incapaces monarcas?