jueves, 24 de enero de 2013

EL INOLVIDABLE 23 DE ENERO DE 1958


Cómo resuenan en mi memoria aquellos nombres de personajes y lugares nefastos, Pedro Estrada, Vallenilla Lanz (hijo), el negro Sanz, Pérez Jiménez, La Seguridad Nacional y Guasina, todo suena al horror de la década de los años 50s; recuerdo que cerca de mi casa en San Ignacio, Maracay, teníamos a una vecina de nombre Panchita, era ancianita, muy arrugadita, para mis ojos infantiles tendría unos 100 años, vivía sola, porque su marido estaba preso en la Seguridad Nacional (SN), se contaba que lo torturaban colocándolo sobre panelas de hielo, mientras su esposa sufría en soledad y obligado silencio. 

La señora Panchita vendía arepas, -diez por un bolívar-, redonditas y muy pequeñas, pero la mayoría de las madres hacían sus arepas en casa, hasta que se cansaron y de pronto la compra de arepas se hizo un hábito nuevo, al menos cerca de casa teníamos a dos señoras que parecían unas pasitas de lo arrugadas, que desde la madrugada se metían de lleno en la candela para preparar las arepas del desayuno ajeno; recuerdo clarito cómo sonaba el rayo hecho con una lata de sardinas que le habían hecho huequitos con un clavo, cuando raspaba el carbón que se pegaba a la arepa recién sacada del fogón de leña.  El calor debió secar la piel de aquellas señoras, tan volcadas en su única manera de ganarse la vida.

Estas dos señoras eran la viva imagen de las abuelitas de cuento, me encantaba ir con mi mamá a buscar las arepas, muy tempranito, para ver como aquel fogón gigante que me pegaba en la cara su energía febril, exponía el chisporroteo de las brazas que resonaban alegres delante de la cola de gente que llegaba con su cesta y un pañito.

Nadie comentaba nada, en aquellos tiempos la censura y autocensura no permitían comentar nada sobre el gobierno ni nada parecido, bozales invisibles se tendían en cadena sobre todos los hogares venezolanos, aunque en casa yo oía más, porque mi papá era enfermero en el Hospital Militar y de buena fuente sabía lo que ocurría en los cuarteles.

Mi mamá nos contaba muchos cuentos a mi hermanita y a mí, de su infancia y de su vida en Boconó, Trujillo, pero también nos hablaba del tiempo que vivíamos, que teníamos a un presidente malo, un dictador, cosa que me confundía porque había leído en un libro de Historia, sobre Bolívar Dictador.

Mi madre nos confiaba la importancia que tenía ser prudentes con la palabra, que lo que se oía y vivía en casa no se comentaba afuera, la intimidad era un valor exacerbado en mi hogar, por eso de mi boca no salía ni pío, y en el colegio respondía exactamente lo que me preguntaban, nunca abundaba en detalles ni comentarios de ningún tipo, eso me hizo muy reservada y callada. Las fuentes de información de la SN llegaban hasta los salones de clase.

La vida transcurría tranquila, sólo perturbada por las peleas de las madres que trataban de resolver desencuentros causados por una disputa por metras o trompos que protagonizaran sus hijos; nada político, hasta que un día cualquiera, mi madre al regresar de la pulpería, llegaba a casa pálida de saber la detención de algún vecino, lo cual generalmente ocurría en la madrugada. Mi madre era muy sensible a los ruidos, y muchas noches fue testigo del sonido que producía el paso acelerado de carros, muy extraños en nuestro barrio, sin que ello produjera una simple queja, un grito, un alerta, que luego se convertía en el rumor bajito que daba noticia de las detenciones.

En aquellos tiempos cuasi rurales, pueblerinos, el control social era un arma más de la dictadura, y al silencio impuesto por el sistema, se agregaba la sospecha vecinal, era preferible llevársela muy bien con los vecinos, pues no sabíamos si a consecuencia de un malentendido, una envidia compulsiva, o una venganza personal, inocentes pudieran parar a los calabozos de la SN, debido a la acusación infundada de un enemigo gratuito o bien ganado.

De allí la reserva de mis padres, la cual se incrementaba en su condición de gochos bien plantados, andinos disciplinados que tenían el control de hasta los pensamientos de sus hijas; de allí aprendí a contenerme, a auto-regularme y a saber que la vida nos exige un gran esfuerzo.

Fueron muchos los momentos de tensión que teníamos hasta en escenarios festivos, como fue la Navidad del 57, pero sabía que teníamos que estar calladitos, mi padre compraba comida por si acaso, y sacaba su talismán, una foto a color del presidente, montada en un marco dorado, -mi padre había sido carpintero y montaba cuadros- en caso de que llegaran inspectores de su trabajo, y que, en efecto llegaban, eran unos desconocidos que daban vueltas por el barrio y que llegaban sin ser invitados a preguntar por el señor de la casa. Gracias a Dios, nunca fuimos víctimas directas del régimen, aunque ese manto de dictadura nos arropara a todos.

Eran tiempos de pan y circo, y esto es sólo una manera de decir, porque el pan, pan, era escaso, teníamos vecinos de muy pocos ingresos, que cenaban con un pan y medio litro de leche al que le agregaban agua para rendirla, y el mejor plato se lo comía el papá, el que traía el sustento a casa; los niños pasaban hambre y eran muy flaquitos, vi morir muchos niños vecinos con marasmo nutricional.

El circo lo armaban con las fiestas de Carnaval y la Semana de la Patria, eran momentos de catarsis, en los cuales permitían el juego con agua y pinturas en la calle, era un verdadero desenfreno, que no pocas veces conducía a accidentes y hechos de sangre. Estas expresiones de agresividad excusadas como alegría carnavalesca se extendió hasta bien entrados los años sesenta.

Pero, de pronto o poco a poco, de un estado de sumisión total por el dominio absoluto del dictador, se le debilitó el apoyo de los sectores económico, religioso y militar, sin contar con el estudiantil que siempre estuvo en contra, y llegado diciembre del año 57, lo que debía ser una Elección Presidencial libre, directa y secreta, se convirtió en Referendo, lo que trajo aún más descontento, y como todo Referendo dictatorial, fue asaltado por las fuerzas del fraude, Marcos Pérez Jiménez se ratifica en el cargo, con la cara tan lavada.

Fueron unas Navidades muy tensas, y llegado el 31 de diciembre en pleno saludo de feliz año, se comentaba por lo bajo, y yo presentía que el gobierno era el centro de los acontecimientos, el 1º de enero del 58 se produce un intento de golpe, no exitoso, -simplemente por fallas comunicacionales entre las partes irrumpientes-, lo cual le dio confianza al dictador, toque de queda, lo cual era muy frecuente; sin embargo, con un clima bastante enrarecido y para disminuir la presión, Pérez Jimenez decide sacar del escenario y enviarlos fuera del país a Laureano Vallenilla Lanz (hijo), Ministro del Interior y a Pedro Estrada, Director de la SN, sus más fervientes servidores. 

Fue un puntual acto de protección para estos dos, pues en los días sucesivos se da lugar a manifestaciones de calle, paros y protestas que obligaron al tirano a salir huyendo del país en la madrugada del 23 de enero, dando por terminada su actuación y un tránsito de represiones, persecuciones, torturas y corrupciones, aunque no constituyó la supresión de la participación militar en la política, si nos ponemos a ver, nuestro escenario político ha estado marcado por la activa participación de los militares, hemos tenido una larga historia de mandatos de uniformados; una tradición caudillista.

Días después, el esposo de la señora Panchita se paseaba por las calles del barrio saludando a todos, llevaba liqui-liqui color crema, un bastón y un sombrero, no estaba tan viejo como su esposa, pero tenía un tic nervioso, o un movimiento involuntario que hablaba a gritos de las torturas recibidas, era un hombre alegre, exaltado, se aproximaba a las jóvenes como si tuviera permiso para piropearlas, y las muchachas condescendientes les respondían sus saludos. Me lo había imaginado un cadáver ambulante debido al sufrimiento que padeció, pero tenía que sacarle a la vida sus últimas energías y luces, ocho años en prisión no lo anularon, eso le pegó más a la triste y dulce Panchita, quien luego lo vio morir, agotado por el maltrato de sus últimos años de vida.

La historia la realizan héroes visibles o destacados, y mucha gente que da su vida sin que ello contribuya en lo absoluto en recibir alguna retribución, sólo la grandeza de haber dado les llena el alma y es lo que se llevan de esta existencia.

Hoy me acuerdo de usted, Señor Maracara, cuando han pasado más de cincuenta años que Dios lo llamó a formar las filas de sus legiones luminosas. A usted y a tantos venezolanos que cada día dan su aporte anónimo por una Venezuela libre, próspera y honesta.

Dios los bendiga

lunes, 21 de enero de 2013

¿TE AFECTA EL QUÉ DIRÁN?


La vida es una paradoja, nos afectan tanto los demás, que a veces no quisieramos tener que ver con nadie más, pero es precisamente con los demás con quienes nos desarrollamos y nos expresamos plenamente. Si un niño no recibe afecto en sus primeros tres años, son pocas sus posibilidades de alcanzar un estado emocionalmente sano, aún cuando la calidad de su vida pueda disfrazarse con bienestar, por oportunidades de estudio y apoyo intelectual.

Cuando estudiaba secundaria leí con sorpresa que en psicología mencionaran el miedo al que dirán o al ridículo, como uno de los aspectos importantes en la seguridad emocional, no imaginaba yo que un asunto tan trivial y tan mal calificado por la religión y los valores laicos, tuviese espacio en la ciencia; ese miedo que nos ata a impedimentos graves, cuando de débiles sustentos de autoestima se trata.

No cabe duda que los demás ejercen un poder sobre nosotros, y que depende de nuestra nutrición emocional en la familia, nuestra capacidad para desenvolvernos socialmente, y evitar que ese poder deje de estar en nuestras manos.

Hoy, con el respaldo de muy buenos autores que han puesto luz en la forma como superarnos y comprender la vida como un escenario complejo, podemos puntualizar aspectos para llegar a un mejor conocimiento de nosotros mismos, y reconocer que esos miedos están más arraigados en nosotros, que lo que puede afectarnos realmente la opinión de los demás.

Cuando tenía seis años, estudiaba en el Colegio Inmaculada Concepción de Maracay, dirigido por las monjas Agustinas, mi maestra era una monjita muy dulce llamada María Eduvina, muy amorosa y jovencita, jugaba La Semana y El Loco con nosotras, tengo muy bellos recuerdos de esa época. Me encantaba ese ambiente de recogimiento, esa disciplina amparada en figuras angelicales, y lo mejor de la semana era cuando nos llevaban a misa en el sótano del edificio, que dicho sea de paso, aún está frente al Ateneo de Maracay, donde veneran a la Beata Madre María de San José, quien hacía sus oficios de amor en aquellos tiempos.

Me sentía muy a gusto en ese colegio, recuerdo que un día por la tardecita, estaba muy distraída viendo una película española, llamada Suspiros de España, y el transporte que me llevaba a mi casa se fue, al rato la monja entra en el salón, me llama y me dice que mi papá vino al colegio a ver porqué no había regresado, y ella le dijo que estaba viendo una película, que me dejara esa noche, que dormiría con las niñas internas, mi padre aceptó y eso fue para mí una especie de vacaciones. Todas las jovencitas querían compartir su espacio conmigo, en sus blanquísimas y austeras camas de internado. 

http://www.youtube.com/watch?v=MykiAY6Thxo
 
Es una construcción colonial, y tenía en aquellos tiempos, una capilla en el sótano; los lunes bajábamos en cuatro filas por una escalera de caracol muy ancha y de escalones bajitos, ese día era maravilloso porque se trataba de un recinto fresco, oscurito, sólo iluminado con grandes velones, con bancos de madera y un altar con Cristo Jesús, yo me sentía en la gloria cuando iba a ese lugar, me fascinaba su peculiar olor a madera y cera derretida, sentía una especie de viaje a un mundo mágico.

En aquellos tiempos, era obligatorio que para entrar a las iglesias, las mujeres se cubrieran la cabeza con un velo, costumbre que desapareció después, a mediados de los 60s; a las niñas les colocaban una toca, pero yo no tenía de eso, nunca les dije a mis padres que me lo compraran, porque sabía de sus limitaciones económicas, además, cuando alguna alumna no llevaba la bendita toca, las monjas le colocaban un cucurucho(*) de papel periódico, lo cual era causa de burlas y risas de las compañeras, y tal vez una manera de castigar el olvido.

Yo era asidua usuaria de tal cucurucho, pero no me importaba, no me importaba en lo más mínimo que las demás se rieran de mí, -la verdad es que nunca me preocupó el qué dirán-, al fin y al cabo ese cucurucho me permitía ir al sótano, momento que esperaba ansiosa durante toda la semana, por eso yo contaba con el hecho de que no me privarían de ir a ese recinto sagrado subterráneo. Por otra parte, me sentía libre de tales burlas porque yo no era el cucurucho, al terminar la misa me lo quitaban, y yo era igual a todas las demás.

Era tal mi arrobamiento ante tal recinto, que aún recuerdo su aroma inconfundible y aquellas llamas que bailaban en las mechas, dando un aspecto celestial a las paredes que entre sombras dibujaban las siluetas de las novicias que nos observaban; me veo con mi hermoso uniforme de piqué blanco, que mi mamá almidonaba y planchaba con esmero, con su capa de marinero con cinta azul marino.

Un día, me sorprendió un evento con una alumna de sexto grado, que tiene un hermoso nombre, Gloria, ella era comadre de mi mamá porque había bautizado a mi hermanita; ella me vio rumbo al sótano con mi flamante cucurucho, y de pronto llegó a mí de un salto, y me arrebató de un jalón el cucurucho y me colocó una mantilla tan grande que casi me llegaba a los pies, la monja responsable del tumulto de niñitas, le llamó la atención sacudiendo su rosario colgado a su cintura, pero ella le respondía vehemente, y le dijo que no permitía que se mofaran así de mí, la monja le ordenó que se retirara y ella se quedó allí, discutiendo hasta que me pasaron a la fila, amparada bajo la mantilla perfumada de mi protectora y colega Gloria.

En aquellos tiempos era muy común que las monjas se encontraran con alumnas muy rebeldes y Gloria era protestataria, siempre en conflicto con las monjas, era una joven muy bella, con un desparpajo divertido, se pintaba las uñas, llevaba zarcillos de oro, usaba adornos en su lindo cabello crespo y un cinturón muy apretado bajo el uniforme, usos muy comunes en aquellos tiempos de cintura de avispa.

Recuerdo ese evento como un ícono de mi aproximación a ese temible qué dirán que nunca me afectó, tal vez porque recibí de mis padres una conciencia clara de lo que significan los adornos, los vestidos y las cosas, en relación con lo que somos en realidad, almas, seres que no podemos ser calificados por lo que mostramos externamente. Para mis padres era importante tener honradez, decir la verdad, tener prudencia, hablar lo necesario, y llevar la frente en alto; y eso lo lograban bajo una fuerte disciplina que en nuestro caso llegó a niveles de Guinness. 

Hoy sigo bajo la idea de que la opinión ajena nos daña sólo si se lo permitimos, pero, que podemos aprovechar las apreciaciones de quienes tenemos cerca para revisarnos y corregir lo corregible.

Gracias a esas personas que hicieron de mi niñez una fuente de innumerables y bellos recuerdos.

(*) Cucurucho: Capirote cónico de penitentes y disciplinantes. RAE