Cobra atención el deceso de alguien, especialmente cuando se
trata de un personaje público y además polémico; en este caso las reacciones se
multiplican, puesto que se mezclan las razones, las emociones y el fanatismo.
Qué dolor tan grande sentí cuando supe que Freddy Mercury
había sucumbido ante una enfermedad tan cruel y desconocida hasta entonces, y
de paso con un estigma tan brutal: Cáncer gay.
La ciencia y la religión unidas en una definición acusadora,
que causaba el desplome de una persona tan linda como Freddy, talentosa, que
nos había regalado su voz, su arte y su presencia aunque no nos conociera.
Dolor intenso por perder la fuente de una vocación por la belleza y por dar su
música a quien como yo, no tuve acceso a sus conciertos. Pero la muerte es así,
llega cuando tiene que llegar, seguro que Dios quería un buen concierto en el
cielo.
En mi experiencia personal, la verdad es que no he visto
morir a nadie, a pesar de que estuve en casa de mi madre cuando se fue, pero no
resistía estar oyendo su respiración entrecortada; puedo afirmar que cuando eso
ocurre a un ser tan amado, es “el crujir de dientes”, del cual habla Jesús. El
fin del mundo llega cuando menos nos percatamos, a través de la separación
afectiva.
Pero hay muchas muertes en nuestras vidas, muertecitas, que
se expresan cuando salimos de un trabajo sin quererlo, cuando nos quedamos
desempleados y el mundo se nos viene abajo junto a hijos pequeños, cuando
perdemos la vivienda y nos quedamos en la calle, cuando sobreviene una
enfermedad, un accidente, un asalto, cuando se plantea un divorcio, y muchas
otras maneras de morir, sin dejar de respirar.
Esas muertecitas hacen un gran peñasco, y depende de
nosotros saberlo disminuir, si cargamos con él nos pesa de tal manera que nos
debilita y nos impide seguir, pero si lo vamos aminorando, podemos aligerar la
carga y seguir viviendo, si se quiere sanos.
Es notable que en una sociedad católica, digamos, creyente
de un más allá donde todos iremos al morir, la muerte detenga los sentimientos
adversos que habían cuando la persona en cuestión estaba viva; la gente parece
no querer meterse en profundidades y calla, es natural, la muerte convoca
al silencio.
Se trata de algo que se ha dado a conocer como El temor de
Dios, el reconocimiento de que somos parte de un designio todopoderoso que nos
pide cuentas cuando menos lo esperamos, y ese momento es la antesala de la
muerte.
Hemos figurado muchas escenas al respecto, incluso serios
argumentos científicos, -porque hay argumentos científicos que no lo son- han
llegado a la conclusión de que existe vida después de la muerte y que a cada
proceso de muerte hay un proceso de reflexión, revisión de lo hecho en la vida,
lo cual causa un inmenso dolor, el dolor del arrepentimiento, de haber hecho
cosas indebidas, y lo indebido pasa por haber causado daño a otros.
Otros arrepentimientos circulan por el dolor de habernos
abstenido de ser felices, por habernos impuesto tareas desmesuradas, por haber
abusado de nosotros mismos. Sin contar con el impacto moral que puede causar un
evento deshonesto; el asunto es que cuando estamos disfrutando de la vida, o
cuando incluso estamos en un grave problema, podemos caer en la tentación
inmediatista de disfrutar un beneficio sin merecerlo.
Es por ello que el temor que podemos desarrollar ante una
encrucijada mortal, nos debe pasear por la obligatoriedad de sustentarlo en un
temor diario a la vida, un temor a no ser justos, a engañar, a obtener ventajas
de las debilidades ajenas, de aprovecharnos de las oportunidades
institucionales, de evadir nuestros deberes, de ser indolentes ante la vida
ajena, de ser deshonestos, y
definitivamente, de sembrar malas semillas, que darán los frutos inevitables de una
cosecha sólo nuestra.
Quien no siente ese temor vital, se resbala inevitablemente
por el vacío de su propio destino, y no es culpa de nadie sino de sí mismo. Ante la muerte vale el silencio y la presencia, pero la muerte por sí misma no
reivindica a nadie, la muerte es sólo un fin de tiempo, un basta de vida, y
tendríamos que estar bien con la vida, porque todos morimos de la misma manera
como vivimos, es simple matemática. La vida es un tiempo que Dios nos da para
que construyamos nuestra manera de morir.
Ante esto, podemos concluir que las dolencias y
padecimientos de salud, son las maneras arquetípicas en las cuales se
desencadenan nuestras miserias, y que al ser así no nos queda más que sanarnos
y volvernos a sanar, evitar principalmente el cultivo de emociones que nos desgasten,
antes llamadas negativas, pero que su negatividad surge cuando se instalan a
destiempo; llorar por la pérdida de un ser querido es positivo, pero quedarse
llorando más del tiempo necesario es negativo.
Mantener recuerdos dolorosos, rencores, odios, deseos de venganza, no cabe duda que
conduce a una morbilidad segura, de allí la sabia recomendación de resolver los
asuntos pendientes, para sentir en vida la tranquilidad que va a sembrar el
camino que conducirá al final de nuestros días.
Ante lo trascendental del tema de la vida y la muerte, nos quedamos consternados por la infinita pequeñez del ser humano ante un evento tan misterioso y un espacio exclusivo de Dios. Sólo Dios nos sustenta en este tránsito, pero ello depende de si nosotros lo hemos sustentado en nuestro corazón, y no es que Dios nos abandona, somos nosotros quienes lo abandonamos.