domingo, 28 de junio de 2015

EL BIEN OCULTO EN EL MAL


Desde que tuve conciencia, supe por mis raíces católicas paternas, que somos pecadores por naturaleza, que cargamos la esencia del mal, mi padre lo sabía y se proveyó de todos los mecanismos, para enderezarnos, pretendía que sus hijos no crecieran torcidos. Mi madre poseía otros criterios menos doctrinarios.

Desde niña sentí una apreciación bastante negativa de la sociedad, debido a los extremos cuidados, prevenciones y advertencias que a diario recibía de mis padres: no hables con extraños, no recibas nada de nadie, no veas a los ojos a la gente, no permitas que te pongan las manos en la cabeza, no dejes que nadie te toque, no repitas lo que decimos en casa, no te metas en conversaciones de adultos, pide permiso para interrumpir, contesta cuando se te pregunte, y un largo etcétera de recomendaciones, que hicieron de mi infancia una vivencia bastante reservada.

El mundo era un lugar peligroso, aunque en él estaba la más significativa referencia de nuestro futuro: estudia para que seas alguien, aprende para que te defiendas en la vida, respeta para que te respeten. No cabía duda que tenía que embolsarme en una armadura para ir a una batalla a conquistar medios de vida y si tenía suerte, para encontrar una buena pareja; mi madre decía que el matrimonio era una lotería, yo me llené de ilusiones y me dije: “yo me sacaré ese número”. Me negaba a reeditar la queja de las mujeres ante la férrea dominación masculina.

En aquellos tiempos, vivíamos una realidad casi rural, las ciudades empezaban a emerger, y los valores se acomodaron a la dinámica del urbanismo, aunque con una reserva propia del mundo campesino; la sociedad venezolana se abrió a nuevas experiencias sociales y a incorporar los estertores de los años sesenta, por eso, al pisar 1970, ya no éramos lo mismo. 

Hoy, puedo ver que esa visión infantil aunque no sea idéntica, es el sustrato que me preparó para apreciar el mundo actual, para captar cómo la humanidad en su recorrido, se desvivió por organizar y emprender diversas formas de convivencia, usando el miedo, el amedrentamiento, la esclavitud, la guerra, la política y por último, la educación y la formación social moral y cívica, marcando el ritmo de la vida colectiva; pero los dirigentes no pudieron evitar los procesos de cambio que en sí las sociedades atraen, para dar al traste con unos sistemas e imponer otros. Estamos viendo cómo se ponen de cabeza las creencias y valores de antaño y cómo están surgiendo fenómenos que apreciábamos imposibles, por lo cual tenemos que renovar nuestro sistema de asombro, para usarlo al día siguiente.

Estamos perplejos al ver la diversidad de expresiones del mal en el mundo, ante los ojos incrédulos de los que apuestan por el bien y por un camino pacífico, se produce una virulencia extendida que sacude la conciencia, la cual también está amenazada por asuntos más allá de lo humano, estampadas en el propio planeta como ente autónomo, que también reclama su derecho a ser respetado.

Lo que ocurre en este mundo globalizado está rasgando los cimientos de algo que no atino a precisar, y aunque estemos atiborrados de profecías apocalípticas, no descalifico la sensata actitud de estar atentos y despiertos ante el significado de tanta incertidumbre, porque en ella se esconde el misterio de la aparente lucha entre el bien y el mal.

Si este mundo es una escuela que no nos da descanso en la asignación de tareas y trabajos que nos queman las pestañas, el dolor y el sufrimiento son procesos propios de la vida encarnada, ya pactada desde los orígenes de la civilización como tránsito previo a la iluminación.