sábado, 8 de enero de 2011

EL PERDÓN (I)

Pocas veces el perdón ha tenido un protagonismo tan grande como en los últimos 20 años, surgió como tema de conferencistas laicos, quienes pusieron sobre el tapete un asunto que había sido potestad del ámbito religioso.

Nos enteramos que perdonar es vital para la salud física, mental y psicológica, pero de lo que estaban hablando verdaderamente, era de la salud espiritual, la que genera las demás.

La reacción no se hizo esperar, miles de talleres surgieron para dar herramientas propicias para realizar esa hazaña, porque estábamos acostumbrados a pedir perdón a Dios, no a perdonar. "¿Quiénes éramos nosotros para perdonar? ...que te perdone Dios". Y si por alguna razón alguien te pedía perdón, era hasta incómodo sentirse en ese papel tan elevado.

Los más formales se confesaban en la iglesia, pero a la media vuelta volvían a cometer errores, era un acto superficial, cargado de culpa, donde nos sometíamos a una evaluación que producía un dictámen, que nunca recibíamos, sólo nos mandaban a rezar tantos Padres Nuestros y tantas Ave María. Me sorprendía que esas penitencias eran mucho menores que los rezos que yo hacía por mi propia cuenta, porque siempre me ha gustado ese mundo místico, ese olor a cera de las iglesias, esas cúpulas elevadas donde siento mano de Dios en mi cabeza.

De niña, en el colegio de monjas Inmaculada Concepción, en Maracay, nos llevaban todos los lunes al sótano del colegio, era un edificio colonial, hermoso, con azulejos; ibamos en fila, bajábamos por una escalera muy ancha y de escalones bajitos y amplios; a mis 5 años y con mis piernas de trapo, porque me caía a cada rato, era una gran seguridad subir  y a bajar por ella. Hoy ese edificio es el lugar donde está la impoluta monjita María de San José en Maracay, Estado Aragua.

Cuando nos llevaban a esa capilla yo me sentía feliz, me encantaba su olor a cera derretida y el ambiente de recogimiento que había en  el recinto. Las monjas siempre recordaban llevar el velo para entrar a la capilla, pero a mí se me olvidaba, en realidad mi mamá no me lo habia comprado, y cuando yo llegaba sin el velo, las monjas me ponían un cucurucho de periódico, tal vez con la intención de humillarme, pero yo estaba hecha a prueba de humillaciones, no sentía NADA, al contrario, me encantaba que me pusieran ese cucurucho, era divertido, lo único que yo quería era ir a esa capilla a oir la misa, las demás niñas se podrían reir de mí, nunca las oí burlarse, a los cinco años aún no hemos aprendido el código subhumano, pero aún cuando se hubieran burlado, yo no le daba importancia, nunca me afectó, y hoy lo recuerdo como un momento hermoso donde me encontraba con Jesús.  

Recuerdo que en ese colegio estudiaba una chica muy bella,  muy sexy, era madrina de bautizo de mi hermanita, esa muchacha era muy rebelde, para la época era un caso que le daba bastantes dolores de cabeza a las monjas, uñas pintadas, peinados sugestivos,  zarcillos, pulseras escandalosas... hasta tenía un novio, que luego fue su amante esposo hasta hoy, era una jovencita encantadora y hoy es una mujer hermosa, con muchas cosas que contar. 

Un día iba yo muy contenta en la fila para bajar a la capilla,  con mi reiterado cucurucho en la cabeza, de pronto sentí un huracán que me arrebató de un sólo golpe el cucurucho y me colocó un velo tan grande que me llegaba a los pies, las monjas protestaron por su intromisión y ella quedó discutiendo con ellas, porque era una abogada de nacimiento. 

Me hizo sentir bien, pero no era que el cucurucho me molestara, al contrario, lo asociaba a la ida a la capilla, y en todo caso, era una cosa que estaba fuera de mí; realmente no sé de dónde saqué esta convicción  tolteca, -para decirlo en términos de Miguel Ruiz-, en una sociedad tan represiva, (años 50), y donde "el qué dirán" era una  zoga perenne en nuestros cuellos.  

Allí aprendí los rituales de la Iglesia, me gustaban mucho, pertenecí a la juventud católica, para luego incorporar cambios que apliqué en la educación de mis hijos; les permití que ellos escogieran su creencia, no porque a mí me hubiera resultado mal mi educación, sino por el sentido de libertad que nos otorgó Dios desde siempre.

Como una Hada bella, me sentía yo con el cucurucho de periódico y mi uniforme blanco de piqué almidonado, con adornos azul marino:

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