La vida es una paradoja, nos afectan tanto los demás, que a veces no quisieramos tener que ver con nadie más, pero es precisamente
con los demás con quienes nos desarrollamos y nos expresamos plenamente. Si un
niño no recibe afecto en sus primeros tres años, son pocas sus posibilidades de
alcanzar un estado emocionalmente sano, aún cuando la calidad de su vida pueda
disfrazarse con bienestar, por oportunidades de estudio y apoyo intelectual.
Cuando estudiaba secundaria leí con sorpresa que en psicología
mencionaran el miedo al que dirán o al ridículo, como uno de los aspectos
importantes en la seguridad emocional, no imaginaba yo que un asunto tan trivial y tan mal calificado por la religión y los valores laicos, tuviese espacio en la ciencia; ese miedo que nos ata a impedimentos
graves, cuando de débiles sustentos de autoestima se trata.
No cabe duda que los demás ejercen un poder sobre nosotros, y
que depende de nuestra nutrición emocional en la familia, nuestra capacidad
para desenvolvernos socialmente, y evitar que ese poder deje de estar en nuestras manos.
Hoy, con el respaldo de muy buenos autores que han puesto luz en la forma como
superarnos y comprender la vida como un escenario complejo, podemos puntualizar
aspectos para llegar a un mejor conocimiento de nosotros mismos, y reconocer que
esos miedos están más arraigados en nosotros, que lo que puede afectarnos realmente
la opinión de los demás.
Cuando tenía seis años, estudiaba en el Colegio Inmaculada
Concepción de Maracay, dirigido por las monjas Agustinas, mi maestra era una monjita muy dulce
llamada María Eduvina, muy amorosa y jovencita, jugaba La Semana y El Loco con
nosotras, tengo muy bellos recuerdos de esa época. Me encantaba ese ambiente de recogimiento,
esa disciplina amparada en figuras angelicales, y lo mejor de la semana era
cuando nos llevaban a misa en el sótano del edificio, que dicho sea de paso, aún
está frente al Ateneo de Maracay, donde veneran a la Beata Madre María de San José, quien hacía sus oficios de amor en aquellos tiempos.
Me sentía muy a gusto en ese colegio, recuerdo que un día por la tardecita, estaba muy distraída viendo una película española, llamada Suspiros de España, y el transporte que me llevaba a mi casa se fue, al rato la monja entra en el salón, me llama y me dice que mi papá vino al colegio a ver porqué no había regresado, y ella le dijo que estaba viendo una película, que me dejara esa noche, que dormiría con las niñas internas, mi padre aceptó y eso fue para mí una especie de vacaciones. Todas las jovencitas querían compartir su espacio conmigo, en sus blanquísimas y austeras camas de internado.
http://www.youtube.com/watch?v=MykiAY6Thxo
Me sentía muy a gusto en ese colegio, recuerdo que un día por la tardecita, estaba muy distraída viendo una película española, llamada Suspiros de España, y el transporte que me llevaba a mi casa se fue, al rato la monja entra en el salón, me llama y me dice que mi papá vino al colegio a ver porqué no había regresado, y ella le dijo que estaba viendo una película, que me dejara esa noche, que dormiría con las niñas internas, mi padre aceptó y eso fue para mí una especie de vacaciones. Todas las jovencitas querían compartir su espacio conmigo, en sus blanquísimas y austeras camas de internado.
http://www.youtube.com/watch?v=MykiAY6Thxo
Es una construcción colonial, y tenía en aquellos tiempos, una capilla en el sótano; los lunes bajábamos en cuatro filas por una escalera de caracol muy ancha y de escalones bajitos,
ese día era maravilloso porque se trataba de un recinto fresco,
oscurito, sólo iluminado con grandes velones, con bancos de madera y un
altar con Cristo Jesús, yo me sentía en la gloria cuando iba a ese lugar, me
fascinaba su peculiar olor a madera y cera derretida, sentía una especie de viaje a un mundo mágico.
En aquellos tiempos, era obligatorio que para entrar a las iglesias, las mujeres se
cubrieran la cabeza con un velo, costumbre que desapareció después, a mediados
de los 60s; a las niñas les colocaban una toca, pero yo no tenía de
eso, nunca les dije a mis padres que me lo compraran, porque sabía de sus
limitaciones económicas, además, cuando alguna alumna no llevaba la bendita
toca, las monjas le colocaban un cucurucho(*) de papel periódico, lo cual era causa
de burlas y risas de las compañeras, y tal vez una manera de castigar el
olvido.
Yo era asidua usuaria de tal cucurucho, pero no me importaba, no
me importaba en lo más mínimo que las demás se rieran de mí, -la verdad es que nunca me preocupó el qué dirán-, al fin y al cabo
ese cucurucho me permitía ir al sótano, momento que esperaba ansiosa durante toda
la semana, por eso yo contaba con el hecho de que no me privarían de ir a ese
recinto sagrado subterráneo. Por otra parte, me sentía libre de tales burlas
porque yo no era el cucurucho, al terminar la misa me lo quitaban, y yo era
igual a todas las demás.
Era tal mi arrobamiento ante tal recinto, que aún recuerdo su
aroma inconfundible y aquellas llamas que bailaban en las mechas, dando un
aspecto celestial a las paredes que entre sombras dibujaban las siluetas de las
novicias que nos observaban; me veo con mi hermoso uniforme de piqué blanco,
que mi mamá almidonaba y planchaba con esmero, con su capa de marinero con cinta
azul marino.
Un día, me sorprendió un evento con una alumna de sexto grado, que
tiene un hermoso nombre, Gloria, ella era comadre de mi mamá porque había
bautizado a mi hermanita; ella me vio rumbo al sótano con mi flamante
cucurucho, y de pronto llegó a mí de un salto, y me arrebató de un jalón el
cucurucho y me colocó una mantilla tan grande que casi me llegaba a los pies,
la monja responsable del tumulto de niñitas, le llamó la atención sacudiendo su rosario colgado a su cintura, pero ella le respondía vehemente, y le
dijo que no permitía que se mofaran así de mí, la monja le ordenó que se
retirara y ella se quedó allí, discutiendo hasta que me pasaron a la fila,
amparada bajo la mantilla perfumada de mi protectora y colega Gloria.
En aquellos tiempos era muy común que las monjas se encontraran
con alumnas muy rebeldes y Gloria era protestataria, siempre en conflicto con las monjas, era una joven muy bella, con un desparpajo divertido, se pintaba las uñas, llevaba zarcillos de oro,
usaba adornos en su lindo cabello crespo y un cinturón muy apretado bajo el uniforme, usos muy
comunes en aquellos tiempos de cintura de avispa.
Recuerdo ese evento como un ícono de mi aproximación a ese
temible qué dirán que nunca me afectó, tal vez porque recibí de mis padres
una conciencia clara de lo que significan los adornos, los vestidos y las
cosas, en relación con lo que somos en realidad, almas, seres que no podemos
ser calificados por lo que mostramos externamente. Para mis padres era importante tener
honradez, decir la verdad, tener prudencia, hablar lo necesario, y llevar la frente en alto; y eso lo lograban
bajo una fuerte disciplina que en nuestro caso llegó a niveles de Guinness.
Hoy sigo bajo la idea de que la opinión ajena nos daña sólo si se lo permitimos, pero, que podemos aprovechar las apreciaciones de quienes tenemos cerca para revisarnos y corregir lo corregible.
Gracias a esas personas que hicieron de mi niñez una fuente de innumerables y bellos recuerdos.
(*) Cucurucho: Capirote cónico de penitentes y disciplinantes. RAE
Hoy sigo bajo la idea de que la opinión ajena nos daña sólo si se lo permitimos, pero, que podemos aprovechar las apreciaciones de quienes tenemos cerca para revisarnos y corregir lo corregible.
Gracias a esas personas que hicieron de mi niñez una fuente de innumerables y bellos recuerdos.
(*) Cucurucho: Capirote cónico de penitentes y disciplinantes. RAE
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