lunes, 21 de enero de 2013

¿TE AFECTA EL QUÉ DIRÁN?


La vida es una paradoja, nos afectan tanto los demás, que a veces no quisieramos tener que ver con nadie más, pero es precisamente con los demás con quienes nos desarrollamos y nos expresamos plenamente. Si un niño no recibe afecto en sus primeros tres años, son pocas sus posibilidades de alcanzar un estado emocionalmente sano, aún cuando la calidad de su vida pueda disfrazarse con bienestar, por oportunidades de estudio y apoyo intelectual.

Cuando estudiaba secundaria leí con sorpresa que en psicología mencionaran el miedo al que dirán o al ridículo, como uno de los aspectos importantes en la seguridad emocional, no imaginaba yo que un asunto tan trivial y tan mal calificado por la religión y los valores laicos, tuviese espacio en la ciencia; ese miedo que nos ata a impedimentos graves, cuando de débiles sustentos de autoestima se trata.

No cabe duda que los demás ejercen un poder sobre nosotros, y que depende de nuestra nutrición emocional en la familia, nuestra capacidad para desenvolvernos socialmente, y evitar que ese poder deje de estar en nuestras manos.

Hoy, con el respaldo de muy buenos autores que han puesto luz en la forma como superarnos y comprender la vida como un escenario complejo, podemos puntualizar aspectos para llegar a un mejor conocimiento de nosotros mismos, y reconocer que esos miedos están más arraigados en nosotros, que lo que puede afectarnos realmente la opinión de los demás.

Cuando tenía seis años, estudiaba en el Colegio Inmaculada Concepción de Maracay, dirigido por las monjas Agustinas, mi maestra era una monjita muy dulce llamada María Eduvina, muy amorosa y jovencita, jugaba La Semana y El Loco con nosotras, tengo muy bellos recuerdos de esa época. Me encantaba ese ambiente de recogimiento, esa disciplina amparada en figuras angelicales, y lo mejor de la semana era cuando nos llevaban a misa en el sótano del edificio, que dicho sea de paso, aún está frente al Ateneo de Maracay, donde veneran a la Beata Madre María de San José, quien hacía sus oficios de amor en aquellos tiempos.

Me sentía muy a gusto en ese colegio, recuerdo que un día por la tardecita, estaba muy distraída viendo una película española, llamada Suspiros de España, y el transporte que me llevaba a mi casa se fue, al rato la monja entra en el salón, me llama y me dice que mi papá vino al colegio a ver porqué no había regresado, y ella le dijo que estaba viendo una película, que me dejara esa noche, que dormiría con las niñas internas, mi padre aceptó y eso fue para mí una especie de vacaciones. Todas las jovencitas querían compartir su espacio conmigo, en sus blanquísimas y austeras camas de internado. 

http://www.youtube.com/watch?v=MykiAY6Thxo
 
Es una construcción colonial, y tenía en aquellos tiempos, una capilla en el sótano; los lunes bajábamos en cuatro filas por una escalera de caracol muy ancha y de escalones bajitos, ese día era maravilloso porque se trataba de un recinto fresco, oscurito, sólo iluminado con grandes velones, con bancos de madera y un altar con Cristo Jesús, yo me sentía en la gloria cuando iba a ese lugar, me fascinaba su peculiar olor a madera y cera derretida, sentía una especie de viaje a un mundo mágico.

En aquellos tiempos, era obligatorio que para entrar a las iglesias, las mujeres se cubrieran la cabeza con un velo, costumbre que desapareció después, a mediados de los 60s; a las niñas les colocaban una toca, pero yo no tenía de eso, nunca les dije a mis padres que me lo compraran, porque sabía de sus limitaciones económicas, además, cuando alguna alumna no llevaba la bendita toca, las monjas le colocaban un cucurucho(*) de papel periódico, lo cual era causa de burlas y risas de las compañeras, y tal vez una manera de castigar el olvido.

Yo era asidua usuaria de tal cucurucho, pero no me importaba, no me importaba en lo más mínimo que las demás se rieran de mí, -la verdad es que nunca me preocupó el qué dirán-, al fin y al cabo ese cucurucho me permitía ir al sótano, momento que esperaba ansiosa durante toda la semana, por eso yo contaba con el hecho de que no me privarían de ir a ese recinto sagrado subterráneo. Por otra parte, me sentía libre de tales burlas porque yo no era el cucurucho, al terminar la misa me lo quitaban, y yo era igual a todas las demás.

Era tal mi arrobamiento ante tal recinto, que aún recuerdo su aroma inconfundible y aquellas llamas que bailaban en las mechas, dando un aspecto celestial a las paredes que entre sombras dibujaban las siluetas de las novicias que nos observaban; me veo con mi hermoso uniforme de piqué blanco, que mi mamá almidonaba y planchaba con esmero, con su capa de marinero con cinta azul marino.

Un día, me sorprendió un evento con una alumna de sexto grado, que tiene un hermoso nombre, Gloria, ella era comadre de mi mamá porque había bautizado a mi hermanita; ella me vio rumbo al sótano con mi flamante cucurucho, y de pronto llegó a mí de un salto, y me arrebató de un jalón el cucurucho y me colocó una mantilla tan grande que casi me llegaba a los pies, la monja responsable del tumulto de niñitas, le llamó la atención sacudiendo su rosario colgado a su cintura, pero ella le respondía vehemente, y le dijo que no permitía que se mofaran así de mí, la monja le ordenó que se retirara y ella se quedó allí, discutiendo hasta que me pasaron a la fila, amparada bajo la mantilla perfumada de mi protectora y colega Gloria.

En aquellos tiempos era muy común que las monjas se encontraran con alumnas muy rebeldes y Gloria era protestataria, siempre en conflicto con las monjas, era una joven muy bella, con un desparpajo divertido, se pintaba las uñas, llevaba zarcillos de oro, usaba adornos en su lindo cabello crespo y un cinturón muy apretado bajo el uniforme, usos muy comunes en aquellos tiempos de cintura de avispa.

Recuerdo ese evento como un ícono de mi aproximación a ese temible qué dirán que nunca me afectó, tal vez porque recibí de mis padres una conciencia clara de lo que significan los adornos, los vestidos y las cosas, en relación con lo que somos en realidad, almas, seres que no podemos ser calificados por lo que mostramos externamente. Para mis padres era importante tener honradez, decir la verdad, tener prudencia, hablar lo necesario, y llevar la frente en alto; y eso lo lograban bajo una fuerte disciplina que en nuestro caso llegó a niveles de Guinness. 

Hoy sigo bajo la idea de que la opinión ajena nos daña sólo si se lo permitimos, pero, que podemos aprovechar las apreciaciones de quienes tenemos cerca para revisarnos y corregir lo corregible.

Gracias a esas personas que hicieron de mi niñez una fuente de innumerables y bellos recuerdos.

(*) Cucurucho: Capirote cónico de penitentes y disciplinantes. RAE
           

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