Desde que tuve conciencia,
supe por mis raíces católicas paternas, que somos pecadores por naturaleza, que cargamos
la esencia del mal, mi padre lo sabía y se proveyó de todos los mecanismos,
para enderezarnos, pretendía que sus hijos no crecieran torcidos. Mi madre
poseía otros criterios menos doctrinarios.
Desde niña sentí una
apreciación bastante negativa de la sociedad, debido a los extremos cuidados,
prevenciones y advertencias que a diario recibía de mis padres: no hables con
extraños, no recibas nada de nadie, no veas a los ojos a la gente, no permitas
que te pongan las manos en la cabeza, no dejes que nadie te toque, no repitas
lo que decimos en casa, no te metas en conversaciones de adultos, pide permiso
para interrumpir, contesta cuando se te pregunte, y un largo etcétera de
recomendaciones, que hicieron de mi infancia una vivencia bastante reservada.
El mundo era un lugar
peligroso, aunque en él estaba la más significativa referencia de nuestro
futuro: estudia para que seas alguien, aprende para que te defiendas en la
vida, respeta para que te respeten. No cabía duda que tenía que embolsarme en una
armadura para ir a una batalla a conquistar medios de vida y si tenía suerte, para
encontrar una buena pareja; mi madre decía que el matrimonio era una lotería,
yo me llené de ilusiones y me dije: “yo me sacaré ese número”. Me negaba a
reeditar la queja de las mujeres ante la férrea dominación masculina.
En aquellos tiempos, vivíamos
una realidad casi rural, las ciudades empezaban a emerger, y los valores se
acomodaron a la dinámica del urbanismo, aunque con una reserva propia del mundo
campesino; la sociedad venezolana se abrió a nuevas experiencias sociales y a
incorporar los estertores de los años sesenta, por eso, al pisar 1970, ya no
éramos lo mismo.
Hoy, puedo ver que esa visión
infantil aunque no sea idéntica, es el sustrato que me preparó para apreciar el
mundo actual, para captar cómo la humanidad en su recorrido, se desvivió por
organizar y emprender diversas formas de convivencia, usando el miedo, el
amedrentamiento, la esclavitud, la guerra, la política y por último, la
educación y la formación social moral y cívica, marcando el ritmo de la vida
colectiva; pero los dirigentes no pudieron evitar los procesos de cambio que en
sí las sociedades atraen, para dar al traste con unos sistemas e imponer otros.
Estamos viendo cómo se ponen de cabeza las creencias y valores de antaño y cómo
están surgiendo fenómenos que apreciábamos imposibles, por lo cual tenemos que
renovar nuestro sistema de asombro, para usarlo al día siguiente.
Estamos perplejos al ver la
diversidad de expresiones del mal en el mundo, ante los ojos incrédulos de los
que apuestan por el bien y por un camino pacífico, se produce una virulencia extendida
que sacude la conciencia, la cual también está amenazada por asuntos más allá
de lo humano, estampadas en el propio planeta como ente autónomo, que también
reclama su derecho a ser respetado.
Lo que ocurre en este mundo
globalizado está rasgando los cimientos de algo que no atino a precisar, y
aunque estemos atiborrados de profecías apocalípticas, no descalifico la
sensata actitud de estar atentos y despiertos ante el significado de tanta
incertidumbre, porque en ella se esconde el misterio de la aparente lucha entre
el bien y el mal.
Si este mundo es una escuela que no nos da descanso en la asignación
de tareas y trabajos que nos queman las pestañas, el dolor y el sufrimiento son
procesos propios de la vida encarnada, ya pactada desde los orígenes de la
civilización como tránsito previo a la iluminación.
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