viernes, 8 de enero de 2010

MUCHO TIEMPO DESPUÉS

Muchisisísimo tiempo después de aquella expulsión del Jardín del Edén, me atreví a probar del fruto prohibido... Nací, y en un país caribeño, que tenía 4.485.785 habitantes, en una sociedad que ya se había orientado hacia los derroteros urbanos, favorecida por la explotación petrolera, y con apenas 4 meses y 9 días de haberse cerrado completamente el sistema de tranvías de la "Caracas de los techos rojos", que comenzaba a dejar atrás aquellos primeros símbolos tecnológicos para abrirse a obras de infraestructura de uso masivo.


Mis padres eran de Trujillo, estado occidental de la región andina de Venezuela, se vinieron a Caracas por mandato del Servicio Militar Obligatorio donde se alistó muy orgulloso mi padre; luego fue destinado a servir en Maracay, donde fuí a vivir hasta que cumplí los 16 años, cuando salí de bachillerato.


Recuerdo mi infancia marcada por el rigor paterno y la dulzura materna, rica en protección y celo, en disciplina y pulcritud, en obediencia y en trabajo bien hecho, en lineamientos religiosos, en austeridad y ahorro, en responsabilidad y respeto por la verdad, porque estaba obligada a informarle a mi padre al llegar de su trabajo cualquier infracción, desacato, o descuido de mi parte, lo cual siempre conllevaba al consecuente castigo físico, siempre bastante severo.


No recuerdo que haya habido un solo evento en que haya sido perdonada, excusada o al menos sólo regañada, el castigo físico era garantía de corrección. Y no era para menos, mi padre tenía miedo de que perdiéramos el rumbo de la vida honesta y de la unión de la familia, por eso, después de darnos el castigo, procedía con un discurso interminable, que me provocaba obnubilación, de tanto tener que mirarle a los ojos, en señal de atención y respeto.


Eran tiempos de dictadura militar, con una cultura religiosa opresiva y con un control social bárbaro, por eso en mi casa el control de la palabra era una virtud, "no se cuenta lo que se hace y dice en casa, y no se comenta lo que vemos en las casas ajenas", y punto en boca, como dicen en la Madre Patria.


La obsesión y el control de mi padre era matizado por la suavidad de mi madre, quien a su vez tenía una visión crítica ante la vida que nos tocaba a las mujeres; sin saberlo mi madre era una precursora del feminismo bien entendido.


Cuando nací mi madre tenía 16 años y mi padre 18, con una juventud y una buenmozura que lo hacía un conquistador, incluso cuando le apetecía, me llegaba de sorpresa al Liceo, me quitaba los útiles como un caballero, y mis amigas creían que era algún enamorado.


Mi madre era muy bonita, con su cabello negro encrespado con permanente, delgada pero con unas piernas españolas que le hacían sentar muy bien todos los vestidos. Prudente, de buen gusto, moderada en el comer y en casi todo lo que fuese para ella, porque para sus hijos, el amor de su vida, lo daba todo.


Mi madre era una cuenta cuentos extraordinaria, siempre era un momento propicio para la conversación, cuando lavaba cantaba boleros mexicanos, si escuchaba la radio bailaba y me enseñaba canciones; nos contaba eventos de su infancia, de sus travesuras y de la dureza de la vida campesina, y de cómo en aquellos tiempos, veía con esperanza el camino que conducía al pueblo, y como se prometía que algún día se iría de allí. Era el espíritu de la modernización que pulsaba en su pecho, y que luego fue plasmado por todos los venezolanos al impulsar las ciudades y la vida urbana.

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2 comentarios:

Unknown dijo...

Me encanta esta forma de escribir!
Sigo leyendo...

Eva Rosa Briceño Pacheco dijo...

Gracias Claret, yo sigo escribiendo, besos