Por extraño que parezca, el aprendizaje de las matemáticas ha sido uno de los sufrimientos más padecidos en la escuela venezolana, tal vez donde se afincó más el pase de factura por haber desobedecido en el Jardín del Edén. Salvo los preclaros estudiantes que entendían hasta una deficiente explicación, los números han sido la causa de mucha angustia, y digo que parece extraño, porque desde que nacemos estamos en contacto con lo poco, lo regular o lo mucho que tenemos, que nos dan o que se exhibe por todas partes.
Antes de entrar al primer grado de primaria, a los 5 años, mi mamá ya me había enseñado las letras, a escribir mi nombre -¡inocente, aquel controversial nombre, Eva!-, y a contar; eso me abrió un mundo maravilloso, contaba todo lo que veía, hay 3 señoras con 10 niños, hay 4 bicicletas, 2 de adultos y 2 de niños, compramos 1 pan para la cena, hay 8 manzanas verdes, 8 manzanas rojas...
Todo era objeto de mis cuentas, y lo más interesante de esto era que también estaba aprendiendo a discernir entre los objetos, a agruparlos según su naturaleza por categorías, lo cual haría muchos años después como socióloga, con las estadísticas de mis investigaciones.
La suma, la resta y la multiplicación fueron para mí pan comido, pero cuando llegué a la división comenzaron mis padecimientos, tal vez en lo más profundo de mi ser, dividir no combinaba con mi naturaleza.
Estando en ese pugilato mental, me ocurrió algo muy extraño, que hasta podría haber merecido un Guines, por más que la maestra me explicaba, yo no lograba entender aquello de: "8 entre 4 a 2, 2 por 4 son 8, al 8 pago", pero ¿qué cosa era esa? ¡parecía una invocación, un acertijo! la maestra se cansaba de explicarme pero repitiendo la misma cantaleta y yo no veía lo que veían y entendían los demás, hasta me parecían de otro planeta, sólo yo era terrícola, por más que atendía no entendía.
Agotada y desconcertada, consciente de que no sabía aplicar aquel atormentador mantra, entré al examen dispuesta a recibir un soberano cero en aquella ristra de divisiones que me pusieron, pero, en un arranque de no dejarme vencer, no entregué la prueba en blanco, sino que me puse a rellenar todos los espacios de las divisiones sin orden ni concierto, y ¡las acerté!, había colocado en cada lugar el número correcto, aunque lo había hecho al azar, tirando números aquí y allá, tal vez en una manifiesta actitud de protesta, porque recuerdo lo molesta que me sentía.
Fuí la primera sorprendida, había logrado algo más extraordinario que los demás, y la maestra me felicitó porque había entendido las divisiones AL FIN.
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