Mis tiempos estudiantiles fueron maravillosos, aprendí, disfruté, me trasnochaba para prepararme para los exámenes; los días de semana, sábados y domingos me resultaban iguales, porque siempre tenía que estudiar o preparar trabajos.
Pero la vida en residencia fue lo máximo, asumiendo la libertad o la autonomía por primera vez, lejos de la familia, para encontrar en aquellos recintos otras familiaridades que me eran desconocidas. Lejos del Jardín del Edén, pero siempre con Dios Padre al lado.
Tenía una amiga que además de compartir la residencia, estudiaba conmigo, tenía, y debe tener todavía, un carácter alegre, de esas personas que siempre tienen un comentario divertido, me enseñó un juego con cartas de póquer, y hacer solitarios, tocaba cuatro y cantaba "...Alma, corazón y vida y nada más...".
Mi amiga tenía muy buen humor y un histrionismo que asombraba (espero que todavía sea así, tengo muchísimos años que no la veo, ¡ojalá lea esto! si fuese así, sabrá que me refiero ella), nunca la ví enojada. Inventaba cuentos para excusarse ante cualquier olvido, un día se le olvidó devolverle un libro a una compañera y de pronto comenzó a contarle que no había podido llevárselo porque había ido a una discoteca y bailando kasachok, (una canción rusa que causó furor en Caracas), se había caído y estaba en reposo, y no sé cuantas cosas más.
Era un show, delante de nosotras inventaba cada cuento y teníamos que oirla, callar y reirnos de sus ocurrencias, un día nos contó que cuando era niña hacía muchas travesuras, formaba parte de una familia numerosa, y que cuando su padre le iba a pegar -porque esa era la costumbre- cuando veía venir aquella humanidad sobre ella se desmayaba, es decir, ¡se hacía la desmayada!, de inmediato la mamá salía en su auxilio y reprendía al papá por su brutalidad.
Se quedaba desmantelada en el piso y por más que la madre la movía y le daba masajes ella no respondía. Sales, alcoholados y al fin, la niña iba despertando, poco a poco abría los ojos y de inmediato los cerraba de nuevo y quedaba en otro letargo, (esto lo hacía cuando el daño que había causado era muy grande y suponía que el castigo sería severo también).
Gritos van, gritos vienen, agua de azúcar y al fin se recuperaba, de inmediato la madre le preguntaba cómo se sentía, y ella le contestaba con un susurro: "maal", a lo que su madre le preguntaba ¿qué quieres? y la actriz más notable de aquella localidad, contestaba:"una coliiiita". Es que los médicos aconsejaban, que a los niños enfermos le dieran líquidos y como éstos se resistían, transigían en que les dieran esa gaseosa llamada colita.
Cómo me hubiera gustado tener esa cualidad teatral, me hubiera salvado de unos cuantos castigos innecesarios, y encima, hubiera degustado ese líquido prohibido en mi casa, sólo permitido en fiestas y en convalescencia, pero es que con el arte escénico se nace y yo no era histriónica como mi amiga.
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