viernes, 2 de septiembre de 2011

EL HOMBRE Y EL ÁRBOL

"He aquí que el hombre se ha convertido en uno de nosotros, sabe del bien y del mal; impidámosle, pues, comer del fruto de la vida eterna, a fin de que no se haga inmortal como nosotros."

Con estas palabras Jehová decide terminar la vida del hombre en el huerto del Edén y lo envía a la tierra, lugar donde va a tener que trabajar duro para obtener su alimento y a la mujer la condena a parir con dolor y supeditarse al marido, las peores pruebas que la mujer ha tenido en toda su historia.

Muchas veces me he preguntado porqué Jehová dispuso una prohibición a nuestros padres primigenios, a sabiendas de que iban a desobedecer, ¿o lo hizo a propósito?, si fue así nuestros padres hicieron bien en desobedecer, porque cumplieron con la expectativa de Jehová. Estoy más inclinada a pensar que esto fue así, en tanto que es a través de esta vida terrenal y sus complicaciones, como logramos sobreponernos a la esencialidad instintiva (usando los argumentos de Sigmung Freud) de nuestra naturaleza y alcanzar estados de iluminación.

Jehová impide que el hombre pruebe del árbol de la vida y se haga inmortal; pero, estimo que esto no fue tan casual, Jehová tenía un Plan. Con la salida del hombre del Edén, se inicia el proceso de ascención del hombre bajo las leyes de Jehová, un proyecto divino de ejercitación y entrenamiento del alma. 

En el paraíso el hombre no tenía la experiencia suficiente como para tener el beneficio de la inmortalidad, y la tentación de comer del fruto prohibido y que desobedeciera, fue precisamente la manera de confrontar al hombre para ponerlo en un escenario donde la dificultad, el dolor y el sufrimiento iban a ser el pan de cada día, y con ello modelar un alma pura y merecer la vida eterna. Esto sugiere que aquel celo de Jehová estaba y aún está referido a las almas aún no maduras, aún no iluminadas.

Sin embargo, junto con la salida del hombre de aquel estado de perfección y tranquilidad y al dar inicio a una vida de calamidades, de incertidumbre y muerte, el hombre se trae consigo el símbolo del Árbol de la vida, como una herencia o mapa con el cual orientarse aunque de manera inconsciente, por su camino hacia la espiritualidad. Esta es la herramienta fundamental de la kabbalah.

El maestro cabalista Isaac Benzaquén, explica que "El árbol de la vida", es un arquetipo del hombre, porque el árbol es similar al hombre. Hay una analogía entre el hombre y el árbol, quien tiene las raíces en su familia, el tronco en su cuerpo, las ramas en sus acciones y los frutos en sus hijos, proyectos y obras.

Sin embargo, el hombre no es exactamente como un árbol que sólo está atraído para erguirse cada vez más hacia arriba por la fuerza del fototropismo positivo, el árbol va hacia lo espiritual; el hombre en cambio, está sujeto a dos fuerzas: 

- La atracción que la gravedad de la tierra le impone, la cual percibe de inmediato con el día a día de sus necesidades, diríamos el aspecto material de la existencia, con lo cual llega un momento en que se extingue con la muerte. Cuando el hombre queda atraído física, mental y emocionalmente al mundo terrenal, queda entretenido de su ascención, lo domina el ego, el cual siempre le dará razonamientos falsos, porque están sustentados en la ilusión del mundo terrenal.  

- La fuerza que está en su interior para desarrollar su espiritualidad, la cual ha de despertar en sus momentos de reflexión y de vivencias profundas. El hombre lleva una chispa divina en su seno y muchas circunstancias terrenales le serán propicias para expandirla.

Es a través del desarrollo de su espiritualidad como el hombre logra vincularse con los dones y regalos que Dios le tiene reservado. Ya no es un misterio comprender que la pureza del alma proveen la felicidad tan ansiada por el hombre y que esa pureza depende de la capacidad personal para superar la atracción que nos produce la separación, la división, la alienación en relación con la gran totalidad a la que pertenecemos.

Sentirnos separados de la totalidad, de los demás, es estar separados de Dios, y aunque proliferan tantas reflexiones filosóficas que profesan materialismos, ateísmos, y demás ismos que bien constituyen un buen ejercicio intelectual, dejan por fuera lo esencial del ser humano: el ineludible vínculo trascendental. 

Es propicio aclarar que sentirnos unidos a los demás no significa necesariamente estar abrazados con todos, es no concebir discriminación por ningún concepto, es reconocer que todos somos energía espiritual viviendo una experiencia terrenal y que esta experiencia terrenal no define el ser sino a su momento, de allí la igualdad humana de la que tanto hemos oido hablar a las religiones.

Según esto, me atrevo a vislumbrar que habiendo sido almas infantiles o vírgenes, en el Edén, era preciso que nos hicieramos adolescentes y adultos, y eso sólo lo conseguiríamos en la tierra, para generar un estado de crecimiento y superación de los estados oscuros del ego, que nos lleven a encontrar de nuevo el estado de pureza inicial, pero ya habiendo desarrollado las potencialidades que sólo en la vida terrenal se nos presenta, para que nuestro libre albedrío escoja la luz y nos permita limpiar la oscuridad del ego.   

Tal vez esta dualidad materia-espíritu del alma humana, fue lo que inspiró a Diane Ackerman cuando expresó:

"Cuando llegue al final de la vida no quiero darme cuenta que viví a lo largo de ella. Quiero pensar que también la viví a lo ancho."

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